La flor del pantano: Verónica Franco

15 noviembre 2011

Catherine McCormack como Veronica Franco en Dangerous Beauty (1998)

Por: Patricia Díaz

“La belleza del cuerpo es simplemente animal, a no ser que vaya acompañada de la inteligencia”.

Demócrito

Observando hoy en día que las mujeres asisten a las universidades y ocupan cargos en los gobiernos de casi todo el mundo, podría en algún momento resultarnos difícil imaginar cómo desde la Antigüedad y prácticamente hasta finales del siglo XIX y principios del XX las féminas debieron luchar para conseguir los más elementales derechos, entre los cuales se encontraba por supuesto la educación. No obstante, a lo largo de la historia podemos encontrar a ciertas damas que se aferraron a su amor por la sabiduría enfrentando terribles consecuencias –físicas, morales o sociales-, como, por citar solo dos casos, Hipatia de Alejandría o Christine de Pizane.

Así, en el Renacimiento, esa época en la cual surgieron grandes genios como Leonardo da Vinci o Miguel Ángel Buonarroti surgieron también algunas figuras femeninas que combatieron con los estereotipos de la época, cuyas severas condiciones con respecto a los roles que debían desempeñar los individuos, provocaban que fuera particularmente complicado ejercer profesiones no reconocidas como propias del sexo del sujeto en cuestión.

Una de estas notables mujeres fue Veronica Franco, “cortesana honesta” cuya vida se desarrolló en una Venecia de costumbres disipadas y cuyas características sociales generaban cierta flexibilidad con respecto a lo que se esperaba de las personas, de tal suerte que esta mujer tuvo la oportunidad de tener acceso a un bien prácticamente restringido a los varones: el saber.

Nacida en 1546, Verónica era hija de Francesco María Franco, un ciudadano veneciano con una condición económica aceptable y Paola Francassa, una cortesana de cierto renombre que abandonó temporalmente su profesión mientras estuvo casada con Franco; de esta manera, la pareja tuvo otros dos hijos a quienes procuraron una educación correcta a través de tutores, lecciones a las cuales asistió también la pequeña, abriéndose para ella un mundo de posibilidades ilimitadas, ya que se trataba de una chiquilla curiosa y de brillante inteligencia.

Queriendo hacer de su hija una señorita honorable, Paola decidió casarla a la tierna edad de 16 años con un médico llamado Paolo Panizza, quien además de una gran sapiencia mostraba gran brutalidad, por lo que el matrimonio de la jovencita fue para ella un verdadero infierno. Con un carácter decidido y combativo, la muchacha decidió separarse del patán de su marido, pidiéndole a su madre que reclamase su dote. En esta época, cuando ya habían pasado dos años desde los esponsales, Franco estaba embarazada –no se tiene certeza sobre la identidad del padre de su vástago- y una vez que nació el bebé, optó por entregarlo a un tutor, Jacomo de Baballi.

Desaparecidos Francesco María y Paolo, Paola y Verónica se vieron en la necesidad de buscar una forma de ganarse el sustento por lo que la madre retornó a su antiguo oficio, mismo que muy probablemente enseñara a su bella hija. Ahora bien, en la Italia renacentista había tres maneras en las que podía vivir una mujer: en el convento, casada o soltera; estas últimas se encontraban con el obstáculo de obtener una fuente de ingresos que les permitiera ser independientes, siendo justamente las féminas dedicadas al comercio de su propio cuerpo quienes encontraban tales recursos.

Sin embargo no era lo mismo ser una vulgar prostituta que una cortigiane oneste. Las primeras estaban condenadas a ser usadas por hombres de los estratos sociales bajos, teniéndose que someter continuamente a terribles violencias y vejaciones; por otra parte las cortesanas –denominación empleada para no ensuciar el nombre de los caballeros que las visitaban- honestas entretenían a los ricos comerciantes y a los hombres más poderosos de la época. ¿Cuál era la condición que diferenciaba a estas mujeres? La respuesta es la educación.

Aun cuando en esencia ambos “oficios” eran iguales: obtener dinero a cambio de favores sexuales, las cortesanas eran damas refinadas, cultas, grandes conversadoras y a veces, como en el caso de Verónica Franco, poetisas de gran calidad, por lo que los caballeros desembolsaban grandes sumas para obtener de ellas desde un beso hasta una cena o una noche entera.

Además, las cortesanas tenían la posibilidad de conseguir ciertos mecenazgos, Franco por ejemplo, obtuvo la protección de Domenico Venieri un poeta de excelente posición social que albergaba en su palacio –Cà ’ Venier– al más importante salón literario de la época, al cual Verónica era invitada con frecuencia, teniendo así la oportunidad de discutir sobre arte con gente excepcional.

Animada por su preceptor, -y firmando con el seudónimo Franca– esta cotizada cortesana escribió varias obras entre las que se encuentran valiosos poemas –muchos de ellos con contenido erótico de notable elegancia-, sonetos y varias cartas, llegando a ser publicadas Terze Rimas (Trece rimas) y Lettere familiari a diversi Della S. Veronica franca all’Illustrissimo e Reverendissimo Mons. Luigi d’Este Cardinale (Cartas familiares y diversas (…) a Mons. Luigi d’Este). De esta forma, Verónica era la compañera ideal no solo física sino intelectualmente, hecho que le granjeó la amistad de personajes como Tintoretto –quien la retrató-, Michel de Montaigne e incluso Enrique de Valois, quien visitó Venecia justo en su trayecto hacia su coronación como Enrique III, ni qué decir que el monarca quedó tan fascinado con la fémina que llevó consigo a París una preciada miniatura con el retrato de Franco.

Pero la vida de la cortesana no era fácil y Verónica tuvo que enfrentar encarnizados celos y terribles envidias. En este sentido, cuenta la historia que nuestra protagonista estaba enamorada de Marco Venier –cuyo romance se presenta en la película Dangerous Beauty (1998)-, por lo que se entiende que en determinado momento desdeñó a Maffio Venier, quien emprendió una campaña contra la joven; para tal efecto el pretendido caballero –quien era un destacado poeta de la época- publicó varios versos en contra de Franco, esta al pensar que se trataba de una broma de su amado, respondió con amabilidad y aún con picardía. Cuando se percató de quién era el verdadero autor de los ofensivos textos, ella contraatacó con un elegante pero contundente reto, en el cual animaba a su adversario a elegir las armas con las cuales quisiese sostener con ella un duelo. Sobra decir que el “caballero” desapareció del mapa y nunca respondió a la provocación.

Esta situación sería para ella tan solo el preludio de lo que constituiría una verdadera catástrofe. Resulta que un hombre –Ridolfo Vannitelli– que cuidaba a uno de sus hijos –ella tuvo 6 de los cuales sobrevivieron dos o tres- la acusó ante las Santa Inquisición por brujería y faltas a las normas de la Iglesia Católica –ayunos y abstinencias-, e incluso por robo. Con gran temple, la dama enfrentó al inquisidor –el 8 de octubre de 1580-, negando todos los cargos y siendo finalmente absuelta –se cree que por intervención de Domenico-.

A pesar de su triunfo el daño estaba hecho: sus clientes se fueron y ella cayó en desgracia –además Domenico falleció en 1582-. Sin dejarse amilanar por su nueva condición, se retiró a su mansión y dedicó sus esfuerzos al cultivo de su espíritu; más aún, propuso la creación de la Casa del Socorro, donde se daría alojamiento y enseñanza a las cortesanas que eligiesen cambiar de oficio o a aquellas que ya eran muy mayores para ejercerlo.

De gran corazón y magnífica inteligencia, Verónica Franco murió en condiciones desconocidas el 22 de julio de 1591, amante no tanto de la sensualidad como de la sabiduría y el arte, encarnó las palabras de Ludwig Van Beethoven: “Un gran poeta es la joya más preciosa de una nación”. 

FUENTES:

“Las cortesanas: Un catálogo de sus virtudes”. Aut. Susan Griffin. Ed. Vergara. Barcelona, 2003.

“Verónica Franco: La poeta más seductora de Venecia”. Aut. Loreto Rosas Valle. Revista Clío no. 58. Agosto 2006.

“Veronica Franco: Una cortesana ‘honesta’”. Aut. M. Pilar Queraltdel Hierro. Revista Historia y vida no. 478. 2008.

“Dangerous Beauty: The Trial of a Courtesan”. Aut. Michael Asimow. Usf.usfca.edu. Mayo 2008.

“Veronica Franco y su tenzone con Maffio Venier”. Aut. Isabel Rubín Vázquez De Parga. Mujeres en la literatura. Escritoras. No. 19. Marzo-abril 2009.

“Venetian courtesans”.  www.venicetraveltips.com. Marzo, 2009.

“Veronica Franco”. Aut. Isabel Rubín Vázquez De Parga. www.escritorasypensadoras.com


Entre el cinismo, la política y la envidia: Nicolás Maquiavelo

27 septiembre 2010

Nicolás Maquiavelo

Por: Patricia Díaz Terés

“No existe nada bueno ni malo; es el pensamiento humano el que lo hace aparecer así”.

William Shakespeare

Siempre que escuchamos la famosa frase “el fin justifica los medios”, es común que nos enfrentemos con una persona a la cual podemos denominar como “maquiavélica”, es decir, un individuo con la cabeza y el corazón lo suficientemente fríos como para que logre alcanzar sus metas, sin que las consecuencias –sobre terceros- de sus actos le resulten demasiado importantes.

El adjetivo “maquiavélico” surgió a raíz de las obras de Niccolò di Bernardo dei Machiavelli –nacido en Florencia el 3 de mayo de 1469-, también conocido como Nicolás Maquiavelo, e hijo de un abogado empleado de la cancillería de nombre Bernardo y una sencilla mujer llamada Bartolomea, quienes unidos en matrimonio procrearon a Nicolás y a sus tres hermanos: Primavera, Margherita y Totto.

Apasionado de los clásicos, el padre de los Machiavelli proveyó a sus dos varones de una excelente educación – latín, gramática, aritmética y retórica-, identificándose en mayor medida con Niccolò, quien dedicaba mucho tiempo al estudio de autores como Tito Livio, Virgilio y Tucídides, entre otros.

De esta manera, en una niñez y juventud que hasta el día de hoy permanecen en el misterio, “Il Machia” –diminutivo con el que se conocía a Maquiavelo– creció en una Florencia dominada por la poderosa familia de los Médicis, ricos y avaros banqueros que acumularon un enorme poder gracias a su gran fortuna y a las despiadadas estrategias que emplearon para destruir a las familias competidoras.

Pero mucha razón tenía el escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald al decir “el dinero ha aniquilado más almas que el hierro cuerpos”, ya que la sociedad controlada por los Médicis estaba ya, para la segunda mitad del siglo XV, totalmente enviciada y corrupta.

Todo esto suscitó la aparición de un religioso dominico, Girolamo Savonarola, quien en el jardín del Convento de San Marcos daba amonestadoras filípicas advirtiendo a los florentinos sobre castigos y catástrofes que caerían sobre la ciudad, cual si de Sodoma o Gomorra se tratase, por el libertinaje y avaricia que dominaban los corazones italianos, ya fuese en las personas de los tiránicos banqueros, o bien de los artistas y humanistas que intentaban rescatar el antiguo y pagano esplendor de Grecia y Roma.

Maquiavelo, escuchando tan severos discursos –que poco servirían a Savonarola, ya que con ellos se granjeó la enemistad del papa Alejandro VI y con ésta la pena de muerte, sentencia ejecutada el 23 de mayo de 1498-, sólo tomó nota de los perjuicios conlleva la corrupción en la aristocracia y el gobierno.

Sin embargo, Nicolás absorbió de cuanta fuente pudo todo el conocimiento que, con su prodigiosa y analítica inteligencia, supo aplicar sabiamente en el ejercicio del cargo que ocupó en mayo de 1498 como secretario de la Segunda Cancillería, instancia dedicada a los asuntos exteriores y militares de la República de Florencia; el nombramiento causó no poca sorpresa en el ambiente político, ya que este joven de tan sólo 29 años no poseía una sola cualidad –según los estándares de la época- que le permitiera acceder a tan importante puesto, sin pertenecer tan siquiera al reggimento –conjunto de familias en los que el padre, abuelo o bisabuelo hubiese desempeñado un cargo importante en el gobierno-.

No obstante, la habilidad de Maquiavelo en la esfera política quedó rápidamente al descubierto, de manera que muy pronto le fueron encargadas tareas de gran relevancia, siendo la primera de éstas la sujeción de la recién rebelada provincia de Pisa; para tal efecto, el joven secretario tuvo a bien contratar a un par de feroces condottieri[i] que respondían a los nombres de Paolo y Vitellozzo Vitelli, quienes a final de cuentas resultaron ser un par de sendos traidores.

Aprendiendo de sus errores Maquiavelo optó entonces, para cumplir su tarea, por favorecer una alianza con el rey galo Luis XII, quien a su vez también dio la espalda a los florentinos, hecho que se revirtió gracias a la astuta intervención que el secretario realizó ante los franceses, convenciéndolos de que tanto Francia como Florencia se veían igualmente amenazados por los temibles Borgia, particularmente por César –hijo del papa Alejandro VI-, a quien transformó en un enemigo común.

Así, poco después a Nicolás le llegó la encomienda gracias a la cual aprendería el verdadero juego de la política renacentista, siendo entonces designado como embajador ante el mismísimo César Borgia, a quien pudo ver en acción a la hora de planear, intrigar, traicionar, mentir, engañar, decidir y ajusticiar por igual, sin un solo titubeo.

Posteriormente, acudió ante el papa Julio II para solicitar su ayuda en el problema pisano; sin embargo el pontífice hallábase entonces demasiado ocupado masacrando la ciudad de Bolonia, por lo que en 1507 los florentinos decidieron ocuparse del trabajo ellos mismos, encargándose al propio Maquiavelo de la conformación de la milicia, empleando para tal fin a campesinos de la región a quienes dio un buen entrenamiento para defender a la República, lográndose finalmente la rendición de Pisa en 1509.

Pero la fortuna quiso darle un cruento revés al inteligente secretario, ya que Julio II, enemigo de Francia, formó la Liga Santa con el español Fernando de Aragón, el inglés Enrique VIII y el austriaco Maximiliano I de Habsburgo, cuyo poderoso ejército eliminó fácilmente a los florentinos.

Tras esta derrota, Maquiavelo –después de 14 años en su puesto- fue arrestado erróneamente –por falsas acusaciones de haber participado en una conspiración, hechas por envidiosos “colegas” y “amigos”– como partidario de los Médicis, siendo cruelmente torturado y perdonado sólo gracias a la amnistía concedida por el nombramiento como papa –León X– del cardenal Giovanni de Médicis.

Así, Nicolás se vio obligado a retirarse de la vida pública, yéndose con su familia –se había casado en 1501 con Marietta Corsini, una temible mujer con quien tuvo a sus 4 hijos: Guido, Lodovico, Bartolomea y Bernardo– a Albergaccio en Sant’Andrea in Percussina, una pequeña villa de la cual iba y venía con frecuencia para poder visitar en Florencia a su amante, conocida como la Rizia con quien había sostenido una relación durante diez años.

Se dedicó entonces a escribir, siendo sus obras más destacadas “Discursos sobre la primera década de Tito Livio” (1512-1517), “El Príncipe” (1513) –dedicado a Lorenzo de Médicis, quien ni siquiera lo leyó-, “La Mandrágora” (1518)–comedia que le valió la dirección del Studio Florentino- y “La Historia de Florencia” (1520-1525), encargada por Giuliano de Médicis, muriendo finalmente el 21 de junio de 1527 a causa de una indeterminada enfermedad que le ocasionaba terribles dolores de cabeza y estómago.

Cínico, brillante y audaz, el padre de la ciencia política moderna, Nicolás Maquiavelo ha sido admirado y cuestionado en igual medida e intensidad a lo largo de los años; prohibido en algún momento por la Iglesia Católica por su arriesgada propuesta sobre la separación de la Iglesia y el Estado, habiendo sido sus ideas aplicadas y tergiversadas, sirviendo como ayuda en las democracias o de alimento a megalómanas fantasías como las de Napoleón o Hitler, lo cierto es que el cinismo de Il Machi pudo bien ser descrito por el autor Oscar Wilde, quien definió esa característica como la capacidad de “ver las cosas como realmente son y no como se quiere que sean”.

 FUENTES:

“Maquiavelo y la historia de Roma: Un modelo para Florencia”. Aut. Ferran Sánchez. Historia National Geographic. No. 56. España, octubre 2008.

“Maquiavelo: El arte de la política”. Aut. Ferran Sánchez. Historia National Geographic. No. 28. España, junio 2006.

“Maquiavelo: Perfil humano de un pensador”. Aut. Rafael Blade. Historia y Vida. No. 408. España, noviembre 2002.

“Maquiavelo: El Inventor de la Política Moderna”. Aut. Iván Giménez Chueca. Clío. No. 100. España, febrero 2010.

 


[i] Capitanes de tropas mercenarias.


De la servilleta a la Mona Lisa: Leonardo da Vinci

12 julio 2010

Por: Patricia Díaz Terés

“Todavía no se han levantado las barreras que le digan al genio: ‘De aquí no pasarás’ “.

Ludwig van Beethoven

Visión, inteligencia, amabilidad y elegancia, son algunos de los atributos que poseía un hombre, conocido más por su faceta como pintor que por su extraordinario espíritu científico, y que con el paso de los siglos ha sido reconocido como uno de los más grandes genios de toda la historia.

Cuando la Edad Media casi llegaba a su fin, en 1452, nació en la aldea de Anchiano  -muy cerca de Vinci- un niño de nombre Leonardo, hijo ilegítimo de un influyente notario florentino llamado Piero da Vinci y una campesina, Caterina.

Habiendo comenzado a desarrollar diferentes intereses y habilidades desde muy pequeño, Leonardo mostró ya desde entonces una gran capacidad de observación y análisis, pero sobre todo una curiosidad insaciable que lo acompañaría durante toda su vida; de este modo, estando dispuesto a probar toda suerte de disciplinas, una de las primeras con las cuales tuvo un acercamiento fue la gastronomía, gracias a su padre adoptivo Accatabriga di Piero del Vacca, repostero de la ciudad de Vinci que inculcó en el joven una verdadera pasión por la comida.

De esta manera, el postrer autor de “La Virgen de las Rocas” (1492-1508), probó muchos oficios además de su vocación artística, desempeñando por ejemplo, con gran placer, el puesto de jefe de cocina de la Taberna de los Tres Caracoles, tras lo cual fundó un establecimiento en donde practicó sus ideas culinarias, cuyas delicias eran tan rebuscadas que eran eludidas por los vulgares paladares medievales.

Tras varios años pasados con su madre, fue reclamado por Piero y llevado a vivir a la casa paterna, en donde el caballero sentía la soledad de un hogar falto de descendencia; colocando por tanto al jovencito al cuidado de su esposa Donna Albiera.

Una vez llegado a la adolescencia, ingresó en el taller de un prominente artista de Florencia, Andrea del Verrocchio, de quien aprendió las bases de la pintura y la escultura, desarrollando estas prácticas a tal grado que el maestro sintiéndose humillado ante el genio del discípulo, decidió dedicarse exclusivamente a la escultura, rindiendo un homenaje a Leonardo en su estatua de bronce “David” (1467).

Pero una realidad es que Da Vinci poca necesidad tenía de grandes instructores, ya que gozaba de un espíritu inquieto que lo llevó a ser un autodidacta extraordinario; de esta forma, aún cuando desconocía el latín y la gramática –hecho que le impidió comunicarse adecuadamente con los grandes pensadores de su época- estudió disciplinas tan variadas como geografía, mecánica, botánica, astronomía, hidráulica, óptica, química o anatomía, haciendo de cada uno de sus estudios minuciosas anotaciones que son aún conservadas en los manuscritos resguardados en sitios como la Biblioteca Nacional de París, el Museo Británico o la Biblioteca Ambrosiana de Milán, entre otros; y los cuales se caracterizan por estar escritos en un código inventado por el artista que consistía en escribir de derecha a izquierda –al modo de Oriente- y con muchos signos por él imaginados, tal vez con el fin de evitar el plagio de sus ideas o bien de esquivar a la terrible Inquisición, que no veía con demasiado agrado las extravagancias de Da Vinci.

Sin embargo, todo lo que Leonardo tenía de talentoso lo tenía también de inconstante. Siendo recriminado en numerosas ocasiones por varios de sus mecenas, el creador tenía por costumbre dar inicio con gran entusiasmo a todas sus obras, aburriéndose rápidamente en el desarrollo de las mismas, por considerar la realización demasiado tediosa.

El mejor ejemplo de esta característica tal vez sea su único trabajo mural, en el refectorio de Santa Maria delle Grazie, en el cual se invirtieron dos años y medio de trabajo (1495-1497) y se utilizó una técnica experimental para lograr la magnífica Última Cena, elaborada al ritmo propio del genio, quien tomándose su tiempo, durante un año no hizo un solo trazo en la pared que se le había designado, empleando este periodo para hacer infinidad de pruebas en la disposición de los alimentos que aparecerían en su obra –irónicamente en el resultado final la comida que se aprecia consta sencillamente de panecillos, rebanadas de anguila y puré de nabo-, los cuales resultaron mucho menos relevantes que la extraordinaria expresividad capturada en los gestos de Jesús y sus discípulos.

Durante toda su vida, Leonardo pasó siempre de una corte a otra, gozando de la generosidad de Ludovico Sforza “El Moro” –Duque de Milán-, César Borgia –hijo del Papa Alejandro VI-, el soberano galo Luis XII, Carlos de Amboise –Gobernador de Milán-, Juliano de Médicis –hermano del Papa León X– y por último el rey Francisco I de Francia.  

Así, en cada lugar ofrecía sus servicios como artista pero también como ingeniero de guerra –aún cuando consideraba esta actividad como la mayor barbarie cometida por el ser humano-; creando un sinfín de artilugios bélicos para Sforza como cañones, catapultas, granadas o las espingardas, predecesoras de las escopetas.

Pero tan creativo era Da Vinci que diseñaba máquinas para todos los fines imaginables e inimaginables, desde los antecesores del paracaídas y el aeroplano, u objetos tan cotidianos como la servilleta –surgida de su inclinación por la limpieza y pulcritud-, el sacacorchos, el molinillo para pimienta o la batidora, hasta “herramientas” francamente absurdas como la máquina gigante para picar vacas –que acabó siendo instrumento de guerra- o el rastrillo impulsado por vacas para limpiar la cocina.

Sin embargo, aún cuando la invención de todos estos artefactos, así como el desarrollo de cuidadosos estudios científicos ocupaban la mayor parte de su tiempo e intelecto, Leonardo era visto con mayor frecuencia como un pintor superdotado, siendo con tales fines contratado –aunque a veces tuviera que ser forzado a terminar los lienzos-, regalando así a la posteridad magníficas obras como “La Gioconda”  (1503-1506) –retrato de Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo-, “San Juan Bautista” (1508-1513) y “La Virgen con Santa Ana y el Niño” (1510-1513), por mencionar algunas, siendo estas tres las preferidas del autor, conservándolas consigo hasta la muerte.

Sintiéndose relegado al final de su vida, cuando fue alojado por Juliano de Médicis en la villa de Belvedere, cerca del palacio Papal, asignándole aquél una pensión mensual por una inexistente producción, Da Vinci veía con nostalgia como Rafael, Miguel Ángel y Bramante –artífice de la Catedral de San Pedro- se encontraban en el pináculo de su carrera, mientras que él, el más sabio de todos ellos, tuvo que retirarse a la corte francesa de Francisco I, para buscar un tranquilo refugio en el castillo de Cloux –actualmente Clos Lucé– en donde murió a los 67 años el 2 de mayo de 1519 –presuntamente en compañía del propio monarca-, dejando en su testamento a su discípulo Melzi como albacea.

Y así, este hombre de agradable carácter y deliciosos modales, elegante vestimenta e inteligencia inigualable, desbordante creatividad y visión extemporánea, dejó –en el ejemplo de su propia vida- para todas las generaciones a él posteriores, una enseñanza que fue expresada así por el poeta alemán Johann Wolfgang Goethe: “No basta saber, se debe también aplicar. No es suficiente querer, se debe también hacer”.

FUENTES:

“Leonardo da Vinci: El enigma más allá de la muerte”. Aut. Fernando Mtz. Laínez. Historia y Vida No. 415.

 “Leonardo Da Vinci: El Genio Visionario”. Aut. Inés Monteira Arias. Historia, National Geographic. No. 52. Expaña, junio 2008.

“Leonardo Da Vinci: También cocinero genial”. Aut. Daniel Vázquez Sallés. Clío No. 50. Diciembre, 2005.

“El hombre que quiso ser dios”. Aut. Arturo M. Pascual. Clío No. 23. Septiembre, 2003.  


Los caprichos del poder: Enrique VIII

14 junio 2010

Jonathan Rhys Meyers como Enrique VIII

Por: Patricia Díaz Terés

“No acometas obra alguna con la furia de la pasión: equivale a hacerse a la mar en plena borrasca”.

Thomas Fuller

Famoso por su afición a las damas, por haber realizado una reforma religiosa sin precedentes y por su tiránica manera de conducir su reino, Enrique VIII aparece en los anales de la historia como una figura controversial cuya característica fue su afición por tomar decisiones de Estado –en muchas ocasiones- a base de simples caprichos.

Nacido en Greenwich en 1491 con el nombre de Enrique Tudor, siendo el tercer hijo del rey Enrique VII, en sus primeros años no podía imaginarse siquiera que algún día su destino fuese portar el cetro y la corona, ya que el derecho de sucesión marcaba estrictamente que el trono lo obtendría su hermano mayor, Arturo.

Pero como las cosas nunca resultan como al principio se imagina, la condición permanente  de enfermedad y debilidad que sufría Arturo Tudor lo llevó a su tumba a la corta edad de 16 años, tan sólo cinco meses después de haber contraído matrimonio con Catalina de Aragón.

Como todo buen príncipe renacentista, Enrique había sido educado en las ciencias y las artes, de manera que leía griego y latín, dominaba varios idiomas, componía música, escribía poesía y era un bailarín bastante aceptable; de igual manera, siguiendo la máxima de Platón “mente sana en cuerpo sano”, el joven gustaba de los deportes principalmente el esgrima, la cacería y la equitación.

De carácter enérgico, belicoso por naturaleza y gran personalidad, Enrique fue visto como una buena opción para gobernar después del fallecimiento de su hermano. Así, con tan sólo 18 años y tras haber decidido casarse con la viuda Catalina de 23 años –cuyo matrimonio anterior no fue consumado- para afianzar las relaciones entre España e Inglaterra, fueron coronados reyes en 1509.

Y fue en ese momento cuando inició una de las etapas más caóticas y prósperas de la Gran Bretaña. Rodeado por numerosos consejeros, algunos sabios y prudentes como Thomas More (Santo Tomás Moro), y otros astutos e intrigantes como Thomas Cranmer, Enrique llevaba su gobierno de forma inconstante. Decidiendo en ocasiones acertadamente, creciendo así la economía o la seguridad del reino, en otras su impulsivo temperamento lo llevó a dictar leyes con las que incluso él mismo –experimentando un estado de ánimo menos turbulento-, no estaba de acuerdo.

Por otra parte, Enrique VIII mostró siempre una fuerte tendencia a conservar a su lado –salvo por excepción de Thomas More– únicamente a aquellas personas que coincidían con su forma de pensar; esto lo llevó a desplazar a ciertos cortesanos que dejaban de resultarle convenientes, como fue el caso del cardenal Thompson Wolsey quien después de haber sido artífice de la política exterior británica y mano derecha del Rey a partir de 1511, tras la aparición de Ana Bolena, fue destituido y despojado de sus bienes, muriendo en soledad y humillación en 1530.

Y aquí llegamos al talón de Aquiles del soberano, las damas. Con un porte extraordinario y una atractiva personalidad, Enrique se veía constantemente rodeado de bellas damas, de quienes él gustaba en exceso; este rasgo lo llevó a tener numerosas amantes, siendo la primera Bessie Blunt a quien después casó con un miembro de la corte. Le siguieron varias damiselas que visitaron las alcobas reales estando entre ellas Mary Bolena, mujer casada con un hombre de cierta posición,  y fue durante esta aventura como conoció a la hermana menor, la voluble Ana.

Pero como deber, pasión y amor no son la misma cosa, y Enrique confundía con frecuencia las últimas dos situaciones, en la corte británica se comenzaron a suscitar sucesos nunca antes vistos, como el hecho de que una reina legítima –en este caso Catalina de Aragón– tuviera que defender su trono ante el acecho de ambiciosas jovencitas.

Nublada la razón por la abrasadora pasión que sentía por Ana Bolena, Enrique VIII tuvo el desatino de solicitar al Papa Clemente VII la anulación de su primer matrimonio, alegando que Catalina había mentido sobre la consumación del matrimonio –una flagrante mentira sostenida por el Rey-, misma que le fue negada tanto jurídica como eclesiásticamente.

Tras varios años de batallas legales y amenazas por parte del Emperador Carlos V de España –sobrino de Catalina-, Enrique tuvo a bien enemistarse completamente con Roma, dictando el Acta de Supremacía en 1534, con la cual el rey era aceptado como autoridad máxima de la Iglesia en Inglaterra –aún Católica en ese entonces-, al tiempo que se suspendía el pago de diezmos al Papa; para posteriormente iniciar con un proceso llevado por el ministro Thomas Cromwell, en el cual los monasterios fueron clausurados y sus bienes confiscados –dinero que se utilizó para construir una flota armada que serviría para defensa del reino-.

Pero la transformación no se detuvo en este punto. Ahora que Enrique era cabeza de la Iglesia, podía hacer que el Arzobispo de Canterbury Thomas Cranmer, anulara su anterior enlace para que fuera reconocido su secreto matrimonio con Ana Bolena realizado en 1533.

Despojada de sus derechos, Catalina de Aragón quien era a la sazón madre de la única hija legítima del Rey –María Tudor-, fue confinada en el Castillo de Kimbolton, donde falleció en 1536. Mientras tanto, Enrique incluía cada vez más cambios en su “nueva religión”, que estaba fuertemente influida por las ideas evangélicas –sin llegar a ser nunca completamente protestante-; de este modo, se reconocieron por ejemplo únicamente tres sacramentos: el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía, haciendo “perdidizos” al Matrimonio, la Ordenación, la Confirmación y la Extremaunción.

Sin embargo y con el tiempo, la pasión abrasadora cedió y Ana Bolena comenzó a perder sus encantos ante los ojos del Rey. Atacada al mismo tiempo por varios y poderosos miembros de la corte, fue finalmente vencida al ser acusada de adulterio y brujería, cargos que llevaron a la madre de la futura Isabel I al patíbulo en 1536.

Poco tiempo pasó antes de que otra mujer ocupara el lugar de Ana, y fue la virtuosa Jane Seymour quien tuvo el honor de conquistar tanto la pasión como el amor del monarca. Fue con ella con quien Enrique VIII vio por fin cumplido su sueño de tener un heredero varón –Eduardo VI-, pero la fortuna quiso que este enlace que tanta felicidad le reportó al estadista terminara trágica y abruptamente cuando Jane murió poco después del nacimiento del bebé; esto sumió a Enrique en una profunda depresión que lo llevó a dictaminar un luto riguroso de 15 semanas –el doble del tiempo que había durado el de su padre-.

Después Enrique –en este caso por puro sentido del deber- se desposó con la alemana Ana de Cléves, a quien el rey repudió al poco tiempo por no cubrir las expectativas físicas deseadas; y Catalina Howard, una liberal dama –previamente desposada con Francis Derenham– a quien se acusó de adulterio y comportamiento impropio de una reina, por lo que fue sentenciada a muerte.

Y así, tras un matrimonio apacible e interesante con una mujer llamada Catalina Parr, Enrique VIII emprendió el viaje al Más Allá en enero de 1547, sin ser siquiera una sombra del gallardo caballero que en su juventud había conquistado el corazón de tantas jovencitas y había doblegado la voluntad de tantos reyes. 

Recomendaciones: Película “La Otra Reina” (2008) de Justin Chadwick. Serie: “The Tudors” (2007) de Michael Hirst. 

FUENTES:

“Marrying for love”. Aut. Eric Ives. History Today No. 50. Diciembre, 2000.

 “Un monarca poderoso e implacable”. Aut. Juan Carlos Losada. Historia National Geographic. No. 57. España, 2008.

Biografías Universales. Aut. Bettina Cositorto. Enciclopedia Time Life. Ed. Ecisa. México, 2008.

“Henry & Religion”. Aut. Jeff. Hobbs. Britannia.com


¡El Rey ha muerto! 2 – Historia del Ajedrez – Batalla por el Reino

12 May 2009

Estrategia en el Ajedrez

 

Por: Patricia Díaz Terés

«Ayudad a vuestras piezas para que os ayuden».

Paul Charles Morphy (Gran Maestro)

La tensión se percibe ineludible en el ambiente, los generales enemigos se miran a los ojos, analizan el campo de batalla, calculan sus posibilidades, intentan leer la mente del adversario, preparan a sus combatientes, inicia la lucha. Su objetivo primordial: proteger y defender a su rey o morir en el intento.

Cuando dos personas se sientan ante un tablero de ajedrez, están a punto de entablar un duelo de intelectos que concluirá cuando uno de los dos ejércitos se encuentre completamente aniquilado. El vencedor habrá logrado entonces acorralar al huidizo monarca, haciéndolo capitular  obteniendo así la tan ansiada victoria.

Al hablar del intelectual y complejo juego de los escaques, tenemos que reconocer que tiene elementos esenciales sin los cuales simplemente deja de existir: Los jugadores, las piezas y el tablero, siendo los primeros quienes conducen a las segundas para dominar al tercero.

A lo largo de la historia del ajedrez, como repasamos en el primer episodio de esta serie, las piezas que participan en el juego, así como su comportamiento básico han ido variando de acuerdo a la época y lugar en los que se practica, y son sustancialmente diferentes en los estilos oriental y occidental.

Haciendo un análisis un poco más detenido de ambos, observamos que en el primer caso, si bien las piezas se van debilitando y perdiendo su habilidad defensiva conforme avanza la partida, se vuelven más agresivas; mientras que en el segundo las piezas van fortaleciéndose en la medida en que se acerca el final.

Asimismo, la apariencia de las piezas empleadas es distinta; mientras que en oriente se utilizaban fichas planas con diversas formas geométricas, los ajedrecistas occidentales prefirieron las figuras en volumen; así este último “tipo” de ajedrez se vio enriquecido con la versatilidad en la apariencia de los combatientes incluyendo en ocasiones seres fantásticos como grifos o unicornios, entre otros.

Dos de las figuras que surgieron con el ajedrez –presumiblemente en oriente-, pero que hoy han desaparecido son el elefante y el cañón. El primero fue sustituido por el alfil, palabra que deriva precisamente del vocablo árabe al-fil cuyo significado literal es el nombre por el que conocemos actualmente al paquidermo. Por su parte, el cañón o carro fue posteriormente reemplazado por la torre; en ambos casos las nuevas efigies conservaron movimientos similares a los de sus antecesores.

Pruebas de lo anterior resultan las piezas que en el año de 1972 el Profr. Talin Pugachenkov de la Academia de Ciencias de Uzbekistan, encontró en el territorio de Dalverzin-Tepe –la actual provincia afgana de Balkh–  y que representaban un cebú y un elefante que perduraron escondidas desde el segundo o tercer siglo antes de Cristo.

Además de haber experimentado muchas transformaciones tanto en su forma estética como estratégica, a lo largo de sus muchas centurias de existencia, el ajedrez también tiene la particularidad de reflejar en ocasiones algunos aspectos políticos, sociales o morales de la sociedad en la cual se ha introducido.

De este modo, por ejemplo en el tratado sobre ajedrez elaborado por el monje francés Jacobo de Cessolis en el siglo XII, se especifica que a la reina no le era permitido desplazarse por todo el tablero ya que su deber como fiel y sumisa compañera del monarca, era permanecer en todo momento junto a él; así no se le permitían a la figura jugadas arriesgadas o importantes debido a “la debilidad y modestia propias de una mujer” (I. Linder en M. Piñeyro). Con esto el religioso mostró claramente el papel que generalmente desempeñaron las féminas durante la Edad Media.

Sin embargo, la forma y movimientos de las piezas del ajedrez que conocemos hoy en día no datan del Medioevo, sino de la Época Moderna específicamente del Renacimiento entre los años 1475 y 1497 D.C, momento en el que adquirió una gran popularidad en todo el continente europeo.

En este momento se modificaron los comportamientos de dos de las figuras principales del juego: la Dama y el Alfil, las cuales obtuvieron su importancia al dárseles mayor libertad en su desplazamiento dentro del tablero, convirtiéndose así en elementos de largo alcance.

Ahora bien, como en todo ejército a lo largo de la historia, las piezas del ajedrez tienen una jerarquía particular, misma que determina su valor en cuanto a puntaje se refiere; sin embargo cada jugador otorga a las figuras el mérito que considera adecuado de acuerdo a su estilo, siendo siempre la principal el Rey por ser el que determina al vencedor.

Así sobre una misma figura como el peón podemos encontrar opiniones contrarias como la del ajedrecista austriaco Wilhelm Steinitz quien, en el siglo XIX expresaba que “el peón es la causa más frecuente de la derrota” contraponiéndose así al músico-ajedrecista francés François-André Danican, también conocido como Philidor, quien en el siglo XVIII defendió a la pieza de rango más humilde con la frase “los peones son el alma del ajedrez”.

Pero un hecho dentro de la batalla ajedrecística es que todas las piezas deben cumplir con su función y combinarse en sus movimientos para lograr estructurar tácticas y estrategias capaces de vencer al enemigo; en muchas ocasiones, el desprecio hacia las reglas mostrado por los genios intelectuales que dirigen la escaramuza, ha tenido como resultado el surgimiento de nuevas e impresionantes jugadas en las partidas.

Como muchas cosas en la vida, el valor de cada pieza colocada en el tablero depende de quien la manipula –elemento que protagonizará el siguiente episodio de esta serie-, ya que de forma independiente no es más que una figurilla de cerámica o plástico con mayor o menor detalle en el acabado, pero que a final de cuentas nunca logrará avanzar una sola casilla por sí misma.

FUENTES:

Artículo: “La verdadera historia sobre el origen del Ajedrez”. Aut. Mariano Víctor Piñeyro. Buenos Aires, Arg.

Artículo: “Sub Specie Ludi”. Aut. Dr. José María Carballo Fernández. Revista Verbo, serie XII No. 111-112. Madrid, España. Enero-febrero, 1973.

Artículo: “El origen del Ajedrez”. Aut. Samuel Sloan. Berkeley, 1985.