Delfos: Vaho divino y vapores proféticos

1 junio 2009
Ruinas del Oráculo de Delfos

Ruinas del Oráculo de Delfos

  

Por: Patricia Díaz Terés

 “El futuro tiene muchos nombres. Para los débiles es lo inalcanzable. Para los temerosos, lo desconocido. Para los valientes es la oportunidad”.

Víctor Hugo

Desde la Antigüedad el hombre ha tratado de invocar las etéreas voces de los dioses a través de oráculos, para revelar los intrincados arcanos del Destino y así descifrar la más grande incógnita que enfrenta a lo largo de su existencia: el Futuro.

En el mundo helénico fueron muchos los oráculos – lugares en los que a través de diversos medios los hombres se comunicaban con los seres divinos- que transmitieron tanto a reyes como a campesinos los designios de los dioses.

Al oeste de Grecia se encontraba, por ejemplo, el oráculo de Dodona, dedicado al soberano del Olimpo, Zeus, y cuyas predicciones resultaban económicamente accesibles para miembros de todas las clases sociales. Así, los demandantes escribían sus preguntas en tiras de plomo que eran depositadas en una vasija, para que posteriormente la Pitonisa  o Pitia– mujer que se comunicaba directamente con el dios (o héroe difunto) al entrar en trance- respondiera simplemente con un sí o un no, tras lo cual la persona favorecida estaba obligada a dejar un obsequio para la divinidad rectora del templo.

Pero sin duda el más famoso e importante –y también costoso- de estos recintos para los griegos –y el mundo antiguo en general- fue el Oráculo de Delfos, hogar del dios Apolo. Según el mito éste, poco después de su nacimiento en la isla de Delos, recorrió la Tierra para buscar el sitio idóneo en donde colocar un templo dedicado para su culto. Su padre Zeus vio el problema y decidió ayudar; para tal efecto convocó a dos águilas para que volaran alrededor del globo terráqueo, una hacia Oriente y otra hacia Occidente, y al cruzarse indicarían a su vástago cuál era el omphalos u ombligo del mundo.

De esta manera cuenta la leyenda que las aves, después de su larga travesía, coincidieron sobre Delfos donde juntaron sus garras y danzaron en círculo. Sin embargo, tomar posesión de su presunto templo no sería una tarea tan sencilla para el multifacético dios – se le adoró como dios del sol, la poesía y la profecía, entre otros -, ya que el lugar se hallaba previamente reclamado por Gea (la Tierra) y Temis (diosa de las leyes eternas), al tiempo que era custodiado por la cruel y sanguinaria hija de la primera, la serpiente Pitón, a quien Apolo aniquiló para posteriormente dejar el cuerpo a merced de la putrefacción; viendo esto Gea y Temis, así como la creatura Delfine decidieron abandonar el lugar, cediéndolo a su olímpico adversario.

La descripción que existe del Oráculo de Delfos es imponente. Imaginemos a un rey de un país cualquiera, quien preocupado por una guerra inminente, acudía para pedir una guía en las difíciles decisiones bélicas. Después de hacer un largo peregrinaje hasta acercarse a Delfos, el monarca se enfrentaría a toda la grandeza del Peloponeso, llegando al recinto sagrado de Marmaria y encontrando en una ladera el templo de Atenea Pronaia; luego al pie de la roca Hiampea, entre las piedras Fedríades (brillantes), localizaría la cristalina fuente Castalia en donde debería realizar rigurosas abluciones de purificación para después llegar finalmente ante las monumentales puertas del Templo de Apolo.

Una vez ahí, observaría grabadas en las paredes del sagrado recinto las máximas de los Siete Sabios, siendo recibido por la frase “conócete a ti mismo”, frase expresada por la Pitia como respuesta a la pregunta de Creso, rey de Lidia: “¿qué es lo mejor para el hombre?”.

Una vez traspasado el umbral, y habiendo cumplido con el requisito de hacer un sacrificio animal en nombre del dios conjurado, el visitante tendría que adentrarse en el templo –o la montaña- para llegar a la cripta que albergaba la estatua de Apolo y continuar su camino hasta llegar al ádyton, en donde encontraba, entre densos vapores de azufre que surgían de una grieta en el suelo, un áureo trípode rodeado por laureles –esto último como recuerdo de la ninfa Dafne de quien Apolo estaba enamorado-, en el cual se colocaba la Pitonisa.

Ahí, entre los “místicos” vahos, la mujer comenzaba a sufrir de violentas convulsiones e hinchazón en el cuello, de modo que, mientras escupía espuma por la boca iba soltando palabras con significado ambiguo, las cuales eran interpretadas por los sacerdotes en forma de verso; éstos eran regularmente tres y tenían su propia categoría siendo hiereis, prophetai y hosioi, además guardaban el archivo o chremographeion. Así, después de obtener su respuesta – fuera o no favorable para él – el rey debía entregar espléndidos regalos a la divinidad.

La importancia del Oráculo de Delfos fue tal –principalmente entre los siglos VI a IV A.C.- que ninguna decisión importante, de Estado o personal, se tomaba sin antes consultarlo; pero quien acudía debía tener la posibilidad de cubrir su elevada tarifa, por lo que era sólo costeable para reyes y miembros de las clases sociales altas. Tal llegó a ser la riqueza del templo que a su alrededor se construyeron edificios para contenerla, llamados tesoros.

Las Pitias de Delfos llegaron a ser consultadas por soberanos como Nerón o Creso, a quienes les fue vaticinada su propia caída; mientras que más afortunadas fueron las consultas realizadas por los estrategas de conflictos como las Guerras Médicas (Persia – Grecia).  

Pero como nada dura para siempre, ni siquiera la expresión terrena de la voces olímpicas, el Oráculo de Delfos fue decayendo poco a poco, principalmente con la llegada del cristianismo. Cuando el emperador romano Juliano en el año 342 d.C. mandó una embajada para averiguar si había forma de revivirlo, la respuesta que obtuvo fue que el dios Apolo no tenía ya ahí su morada.

De tal suerte, 30 años más tarde el emperador romano Arcadio redujo a escombros lo que antaño constituyó el faro y la guía de todo el mundo Antiguo, y procedió a saquear todos sus tesoros, como por ejemplo, un impresionante león de oro de 250 Kg. que se encontraba sobre 117 bloques de oro blanco.

Es así como hemos tenido la oportunidad de ver que, desde tiempos inmemoriales, los hombres han tenido la necesidad de ver ratificadas sus decisiones por alguien más, en el caso de los grandes monarcas y emperadores, quién mejor que el dios Apolo para cumplir esta tarea ya que tal vez se inclinaban más por el punto de vista del escritor Benito Pérez Galdós quien dijo “… Las inclinaciones suelen ser rayas trazadas por un dedo muy alto, y nadie, por mucho que sepa sabe más que el destino”, que por la del músico L. V. Beethoven quien expresó en alguna ocasión “…Si quieres conocer los milagros, hazlos tú antes. Sólo así podrá cumplirse tu peculiar destino”.  

 

FUENTES:

“Los Poderes Desconocidos”. Reader’s Digest. México 1982.

“Historia del Ocultismo”. Aut. L. de Gerin-Ricard. Louis de Caralt, Editor. Barcelona, España, 1961.

“Delfos. El Ombligo del Mundo”. Aut. Bernardo Souvirón. Revista Clío, Historia. Año 8, No. 85. España.

“Delfos, el Poder de la Profecía”. Aut. David Hernández de la Fuente. Revista Historia, National Geographic No. 52. España, junio 2008.

“Delfos, Oráculo de la Antigua Grecia”. Aut. Daniel Martorell. Revista Historia y Vida No. 432. Barcelona, España.


¡El Rey ha muerto! 2 – Historia del Ajedrez – Batalla por el Reino

12 May 2009

Estrategia en el Ajedrez

 

Por: Patricia Díaz Terés

«Ayudad a vuestras piezas para que os ayuden».

Paul Charles Morphy (Gran Maestro)

La tensión se percibe ineludible en el ambiente, los generales enemigos se miran a los ojos, analizan el campo de batalla, calculan sus posibilidades, intentan leer la mente del adversario, preparan a sus combatientes, inicia la lucha. Su objetivo primordial: proteger y defender a su rey o morir en el intento.

Cuando dos personas se sientan ante un tablero de ajedrez, están a punto de entablar un duelo de intelectos que concluirá cuando uno de los dos ejércitos se encuentre completamente aniquilado. El vencedor habrá logrado entonces acorralar al huidizo monarca, haciéndolo capitular  obteniendo así la tan ansiada victoria.

Al hablar del intelectual y complejo juego de los escaques, tenemos que reconocer que tiene elementos esenciales sin los cuales simplemente deja de existir: Los jugadores, las piezas y el tablero, siendo los primeros quienes conducen a las segundas para dominar al tercero.

A lo largo de la historia del ajedrez, como repasamos en el primer episodio de esta serie, las piezas que participan en el juego, así como su comportamiento básico han ido variando de acuerdo a la época y lugar en los que se practica, y son sustancialmente diferentes en los estilos oriental y occidental.

Haciendo un análisis un poco más detenido de ambos, observamos que en el primer caso, si bien las piezas se van debilitando y perdiendo su habilidad defensiva conforme avanza la partida, se vuelven más agresivas; mientras que en el segundo las piezas van fortaleciéndose en la medida en que se acerca el final.

Asimismo, la apariencia de las piezas empleadas es distinta; mientras que en oriente se utilizaban fichas planas con diversas formas geométricas, los ajedrecistas occidentales prefirieron las figuras en volumen; así este último “tipo” de ajedrez se vio enriquecido con la versatilidad en la apariencia de los combatientes incluyendo en ocasiones seres fantásticos como grifos o unicornios, entre otros.

Dos de las figuras que surgieron con el ajedrez –presumiblemente en oriente-, pero que hoy han desaparecido son el elefante y el cañón. El primero fue sustituido por el alfil, palabra que deriva precisamente del vocablo árabe al-fil cuyo significado literal es el nombre por el que conocemos actualmente al paquidermo. Por su parte, el cañón o carro fue posteriormente reemplazado por la torre; en ambos casos las nuevas efigies conservaron movimientos similares a los de sus antecesores.

Pruebas de lo anterior resultan las piezas que en el año de 1972 el Profr. Talin Pugachenkov de la Academia de Ciencias de Uzbekistan, encontró en el territorio de Dalverzin-Tepe –la actual provincia afgana de Balkh–  y que representaban un cebú y un elefante que perduraron escondidas desde el segundo o tercer siglo antes de Cristo.

Además de haber experimentado muchas transformaciones tanto en su forma estética como estratégica, a lo largo de sus muchas centurias de existencia, el ajedrez también tiene la particularidad de reflejar en ocasiones algunos aspectos políticos, sociales o morales de la sociedad en la cual se ha introducido.

De este modo, por ejemplo en el tratado sobre ajedrez elaborado por el monje francés Jacobo de Cessolis en el siglo XII, se especifica que a la reina no le era permitido desplazarse por todo el tablero ya que su deber como fiel y sumisa compañera del monarca, era permanecer en todo momento junto a él; así no se le permitían a la figura jugadas arriesgadas o importantes debido a “la debilidad y modestia propias de una mujer” (I. Linder en M. Piñeyro). Con esto el religioso mostró claramente el papel que generalmente desempeñaron las féminas durante la Edad Media.

Sin embargo, la forma y movimientos de las piezas del ajedrez que conocemos hoy en día no datan del Medioevo, sino de la Época Moderna específicamente del Renacimiento entre los años 1475 y 1497 D.C, momento en el que adquirió una gran popularidad en todo el continente europeo.

En este momento se modificaron los comportamientos de dos de las figuras principales del juego: la Dama y el Alfil, las cuales obtuvieron su importancia al dárseles mayor libertad en su desplazamiento dentro del tablero, convirtiéndose así en elementos de largo alcance.

Ahora bien, como en todo ejército a lo largo de la historia, las piezas del ajedrez tienen una jerarquía particular, misma que determina su valor en cuanto a puntaje se refiere; sin embargo cada jugador otorga a las figuras el mérito que considera adecuado de acuerdo a su estilo, siendo siempre la principal el Rey por ser el que determina al vencedor.

Así sobre una misma figura como el peón podemos encontrar opiniones contrarias como la del ajedrecista austriaco Wilhelm Steinitz quien, en el siglo XIX expresaba que “el peón es la causa más frecuente de la derrota” contraponiéndose así al músico-ajedrecista francés François-André Danican, también conocido como Philidor, quien en el siglo XVIII defendió a la pieza de rango más humilde con la frase “los peones son el alma del ajedrez”.

Pero un hecho dentro de la batalla ajedrecística es que todas las piezas deben cumplir con su función y combinarse en sus movimientos para lograr estructurar tácticas y estrategias capaces de vencer al enemigo; en muchas ocasiones, el desprecio hacia las reglas mostrado por los genios intelectuales que dirigen la escaramuza, ha tenido como resultado el surgimiento de nuevas e impresionantes jugadas en las partidas.

Como muchas cosas en la vida, el valor de cada pieza colocada en el tablero depende de quien la manipula –elemento que protagonizará el siguiente episodio de esta serie-, ya que de forma independiente no es más que una figurilla de cerámica o plástico con mayor o menor detalle en el acabado, pero que a final de cuentas nunca logrará avanzar una sola casilla por sí misma.

FUENTES:

Artículo: “La verdadera historia sobre el origen del Ajedrez”. Aut. Mariano Víctor Piñeyro. Buenos Aires, Arg.

Artículo: “Sub Specie Ludi”. Aut. Dr. José María Carballo Fernández. Revista Verbo, serie XII No. 111-112. Madrid, España. Enero-febrero, 1973.

Artículo: “El origen del Ajedrez”. Aut. Samuel Sloan. Berkeley, 1985.